La felicidad no es la crianza
Se escucha mucho a los padres mencionar que ellos educan para que sus hijos sean felices, pero la felicidad es una conquista subjetiva que, además, es siempre incompleta.
Enfocar la crianza en la felicidad de los hijos es embarcarse en una lucha contra el aburrimiento y la insatisfacción, situación que plantea un fuerte desgaste en los padres, pues todo el tiempo están pensando alrededor de la construcción de actividades o situaciones que generen felicidad o satisfacción; en este punto lo que aparece es la insatisfacción estructural del niño que deriva en la sensación de impotencia de los padres.
La felicidad como ideal produce niveles de frustración que superan la relación del sujeto con la vida misma, por eso es necesario entender que la felicidad es un momento, un instante que se puede disfrutar de una mejor manera cuando se vive así.
Observando las cosas de esta manera, se puede pensar que la crianza está orientada hacia la construcción de una posición responsable frente a la vida, en donde el aburrimiento es considerado una fuente primordial de creatividad que permite la construcción de herramientas para asumir la vida adulta; una vida sin padres protectores todo el tiempo.
Teniendo en cuenta lo anterior, se puede decir que una de las funciones de los padres es acompañar a los hijos en la tarea de construir un deseo que los vincule con la vida.
El deseo es un motor frente al encuentro con la vida. Cada uno, cuando se encuentra con la sensación de que algo falta, no se puede tener o se perdió, empieza a desear ese algo.
Querer algo, para un niño, es querer hacerlo propio. De este modo, el deseo es posesión. Que esta actitud está destinada al fracaso no solo se observa en que la vida con otros implica cierto margen de renuncia —en efecto, lo primero que se aprende en un jardín de infantes (cuando no hay otros hermanos en casa) es «a compartir»—, sino en la metamorfosis que el deseo experimenta cuando empieza ser vivido en función de los demás.
Después de aprender a compartir, lo segundo que aprendemos es que queremos lo que el otro desea y, en otras oportunidades, que queremos desear junto con él. Así es que muchas personas descubren lo que en verdad quieren, a través de la pérdida. Y esta pérdida indica lo propio de la función paterna: que el deseo no es impulso, sino que requiere atravesar una ley, sujetarse a una ética, que no es cuestión —en el caso en que pensamos— de traer un hijo al mundo así como así, sino que el deseo necesita una ley de cuidado y responsabilidad.
Este deseo no responde a ideales, como tener una casa, o un carro, o una carrera o un viaje; estos son universales que terminan volviendo anónimo el deseo de cada uno. Este deseo responde a la vida, a lo que lo hace a uno estar vivo, se trata de alimentar esas pasiones que vamos viendo que tienen los hijos, así sean contrarias a nuestras expectativas.